viernes, 14 de diciembre de 2007

La invasión de los ultracuerpos

A lo largo de estos años de “exilio” he vuelto varias veces a xxxxxxx aprovechando las vacaciones.

Esto no tiene nada de extraordinario: a uno, en estas visitas, todo le parece siempre más pequeño. Percibe que el pueblo se ha modernizado, pero en su cabeza era más grande. Creo que esto ocurriría tanto si se tratara de Cicely (Alaska) como de Nueva York, y no tiene la menor importancia (tú también eras más pequeño cuando te fuiste).

Además, está claro que en cada visita hay más coches y agitación, pero uno pronto echa de menos algo. Es el primer fenómeno “paranormal” del visitante. La gente, en la calle, ha cambiado y todas las caras son extrañas. Uno espera que fijándose más, tras la primera sensación de revuelo, aparezcan como por arte de magia todas las personas que conocía cuando se fue. Esta es una sensación desconcertante, por mucho que se repita en todas las visitas. Parece que el lugar ha sido invadido por forasteros (¿alienígenas quizás?), cuando en realidad el forastero es uno mismo y por eso no reconoce a nadie. Año tras año van desapareciendo caras conocidas y se sustituyen por una especie de intrusos...

Lo más duro es fijarse en quienes tienen la misma edad que la que tenías al partir. Cuando te marchas a vivir fuera con 18 años, no sólo te vas de un lugar en el que crees conocer a todo el mundo, sino que abandonas un entorno en el que precisamente tu grupo de edad parecía dominarlo todo: a cualquier hora, en cualquier lugar del pueblo, daba la impresión entonces de que encontrarías a alguien que tenía alguna relación contigo. Te podías sentar ahí y fumar un cigarrillo con esa persona sin decir nada en especial o saludar y seguir calle arriba o preguntar dónde se habían metido los demás. Daba igual porque terminarías encontrando a los tuyos en cualquier lugar, entonces el tiempo pasaba más despacio y se tenía la sensación de que ese mundo tan conocido no cambiaría. Luego emigras sin tener la oportunidad de cambiar lentamente con los demás, y cuando vuelves, esa gente inesperadamente ha crecido y también se fue o simplemente a esa hora están trabajando o durmiendo la siesta o cuidando a sus hijos... en su lugar están unos jóvenes desconocidos, ocupando los lugares que recordabas como propios. La sensación no puede ser más rara, de verdad.

La otra impresión extraña casi es peor: te encuentras con alguien a quien conocías, y no sólo no te reconoce, sino que tú le ves, sencillamente, mayor. También sales huyendo. No lo haces por evitar contarle tu vida en cuatro palabras idiotas (“trabajo en esto”, “me casé”, “tengo tal coche”) o porque no tengas interés en saber que ha sido de la suya. Huyes por miedo a que haya cambiado a peor y a que no sepa “dónde se habían metido los demás”. En los años siguientes a mi marcha –cuando aún no había internet de hecho-, siempre pedía a unos pocos amigos que me mantuvieran informado de lo que pasara; ocurría que no parecían enterarse de lo que les acontecía a la mayoría de las personas por quienes les preguntaba, y que, cuando había noticias, éstas eran horribles (enfermedades, suicidios, accidentes...). Pronto preferí no hacer muchas más preguntas. Era mejor quedarme con lo que tuviera en la memoria.

También el siguiente fenómeno parecerá estúpido, y puede que lo sea: en la mayor parte de mis visitas, he evitado incluso encontrarme, no ya con conocidos, sino con amigos de toda la vida, aunque estuviera al tanto de su vida y ya no hubiera riesgo de desilusión. La razón es sencilla aunque no justifique tal conducta de anonimato voluntario. Pongamos el ejemplo contrario y veamos qué sucede. Por una parte, uno tras quedar con un amigo de entonces, se empeña en dar un enorme paseo a toda la localidad, como si fuera la ruta de Beverly Hills. A uno le resulta normal salir al encuentro de lugares donde recuerda tal o cual cosa, pero a tu amigo, razonablemente, le parece un auténtico coñazo ese plan y pretende que vayamos al bar en el que se siente mejor esa temporada en particular o que hagamos alguna cosa extraordinaria para celebrar el encuentro (cuando para uno lo extraordinario es poder recorrer de nuevo los sitios conocidos). Pero lo peor no es eso, que se puede negociar. Lo peor es que resulta que tu amigo se hace acompañar por los alienígenas del primer apartado o por los conocidos a evitar del segundo. Jamás verás juntos a los inseparables amigos de antaño (que se fueron, están trabajando, durmiendo la siesta, cuidando a sus hijos...). No hay escapatoria, entonces: arruinaste tu plan y tendrás que contarles tu vida en cuatro palabras idiotas. A tu amigo también le pesará el haberte presentado a sus colegas, porque no reflejaste ante ellos lo enrollado que eras (resultó que uno mismo también cambió y se hizo mayor).

Sí, es un riesgo volver y confrontar memoria y realidad. Será porque la realidad es... bueno, real. Uno no se lo termina de creer y repite visita siempre que puede. No es una cuestión de nostalgia, sino de identidad. Al final, resulta que las noches de verano son para uno noches de
xxxxxxx y no se las termina de creer estando tan lejos.

(Spyr-1, 01-07-2003)

2 comentarios:

Emily dijo...

C'est la vie, mon ami!!! Aquí en xxxxxxx se te echa de menos, porque xxxxxx es xxxxxx, no?

Spyr-1 dijo...

Ooops, mi tercer visitante!

No, en serio: gracias por tus palabras.

Pd: Como pille a tu hermano...